domingo, 9 de noviembre de 2014

DE DOMINGO PÉREZ MINIK ENTRADA Y SALIDA DE VIAJEROS: AL HILO DE SU RELECTURA


DE  DOMINGO PÉREZ MINIK
ENTRADA Y SALIDA DE VIAJEROS: AL HILO DE SU RELECTURA

MARÍA TERESA DE VEGA DÍAZ

 Nunca supe, hasta hace unos días, que Pérez Minik se llamaba Domingo Pérez Hernández. ¿Qué le hace a un hombre buscar el seudónimo?, se pregunta Julio Tovar en Diálogos, a propósito de otro escritor canario, Alonso Quesada, nom de plume, junto con el pintoresco Gil Arrebato, del que fue bautizado como Rafael Romero. ¿Se trata de una frivolidad amable? O quizá sus conciencias mudaron de piel, y a ello siguió ese instante en que necesitaron una nueva designación para sus rastros, o para sus rostros, aquellos que emergían. De Pérez Minik dejamos a un lado aquellos que adoptó para evitar ser reconocido por esa “autoridad” que le encerró en la prisión de Fyffes unos meses.
Lo cierto es que, como suele suceder en estos casos, los dos morarían para la eternidad de sus escritos en esos nombres elegidos, eufónicos, alejados de los apellidos corrientes, de la no contundencia de sus naturales marchamos.
De esos viajeros que visitan la isla y que Pérez Minik nos presenta elogiosamente, realzados por sus adjetivaciones singulares, admirables, de tres o cuatro elementos en airosa cadena, quiero mencionar –y recordar para los lectores- a unos determinados protagonistas. En primer lugar a André Breton, que nos descubre, como dice el cronista con gracia, el tesoro, ignorado por los isleños, de una isla surrealista, así declarada “oficialmente” por el escritor francés. Se basa su declaración en su percepción de las Cañadas del Teide, las arenas negras de nuestras playas, el drago milenario. 
Así pues, surrealismo paisajísitico que es, simplificando, lo raro, lo nunca visto, el fruto de la alquimia de los poderes telúricos, heréticas plasmaciones ajenas a los paisajes mansos o amansados.  Tales criaturas minerales, más grandes que nosotros, y que como nosotros están en ese inconsciente de todos como lección del poder creador de la naturaleza, de su impulso profundo a lo grandioso –aquí y en otros lugares del mundo- suponen irrealidad solidificada que nos habla de las grandes pasiones. Son, arrancadas del sueño, descontextualizadas, estampas que alteran el ánimo domado.
Otro viajero que llega y sale –encantado-  de la isla es el arquitecto italiano Alberto Sartoris. En La Laguna, ha reconocido la obra de los grandes arquitectos coloniales, se ha quedado maravillado ante el convento de las monjas Claras y, después de un tiempo de meditación,  afirma: He aquí un bellísimo fruto de arquitectura funcional de otras épocas. Será difícil encontrar hoy un artista que conciba y ejecute con medios tan pobres, pero con tanta fidelidad y tan ceñido a lo que es el espíritu de la iglesia, un convento de monjas.
En la iglesia de la Concepción de La Laguna, lo que más admiró fue la iluminación del templo. Dice el cronista que por los ventanales caía un tejido de luz hermosísima, que el visitante celebró como lograda de manera muy difícil por el arquitecto de la vieja parroquia.  Pero, ante las Cañadas del Teide, del que Pérez Minik aprecia un “escorzo onírico indiscutible”, ha permanecido un rato largo en silencio. Después ha dirigido la vista a algunas especies minerales y vegetales indígenas.  Los Llanos de Ucanca son difíciles de asir, piensa el crítico canario. Y que, para este huésped, es siempre superior la obra del hombre insular a la geografía de su contorno.
Lo que leo me hace pensar: En las tierras bajas, por muchos sitios de la isla, se ve el Teide cuando puede verse. Envuelto en sus celajes, fantasmagórico, es una visión prodigiosa, asombrosa, tal vez surreal, inmóvil centinela que vigilará, porque quizá afecte a su destino, las prospecciones petrolíferas que sumen a muchos canarios en el escorzo, especialmente retorcido, de la interrogación. Es –seguimos- una visión arrebatadora, pero ¿fecundante?
Quizá su figura inmutable, su mole  nos suma en un estado de recóndito narcisismo, de fusión paralizante con lo que se nos antoja sublime. Dada la familiaridad con esa estampa, el misticismo que nos posee es fugaz y leve y podemos, al menos, tener ilusionantes proyectos. Tal vez alguno se abandone a su contemplación indefinidamente, pues sabe que su beatitud no es objeto de procedimiento inquisitorial alguno.
El Teide, La Concepción, Las Claras las percibimos como cosas acabadas. Nos gustan las cosas acabadas, el sosiego mineral. La estabilidad sentimental. Pero, como casi todo, esta placidez tiene un sesgo negativo, incita a la inacción. Es una contradicción sin embargo solucionable. El origen belicoso, volcánico del Teide, las arenas negras producto del trizarse rocosas formaciones,  deben fortalecernos para defender nuestro espacio vital y místico si, y repito si, estuviera amenazado. La romana Aprositus, la isla imposible se crió en este solar atlántico, del que somos plantas, sin más seudónimos para su visibilidad, criaturas de comedidos silencios y, tal vez, de consecuentes penitencias.

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