lunes, 19 de febrero de 2018

DE QUÉ HABLAMOS CUANDO HABLAMOS DE AMOR


DE QUÉ HABLAMOS CUANDO
 HABLAMOS DE AMOR
MIGUEL ROIG
Tardes atrás, una amiga trajo a cuento en una conversación el recuerdo de un pasaje de la película Amor [1] de Michel Haneke, que narra el invierno de una pareja de franceses interpretada por Emmanuelle Riva, desparecida el año pasado, y Jean- Louis Tritignant, quien, por cierto, no solo está en activo en cine en el umbral de los noventa años, sino que hace apariciones en teatros: hace unos meses París estaba empapelado con carteles que anunciaban un unipersonal suyo con poemas de poetas franceses vivos. (¿Podríamos aquí asistir alguna vez, por ejemplo, por citar dos nombres, a Julia Gutiérrez Caba o a Héctor Alterio recitando a Gamonda, García Valdez, Maillard, Martínez Sarrión, entre otros poetas contemporáneos?)


Recordé entonces, volviendo a la conversación con mi amiga, algunas impresiones que me había sugerido la película y que incorporé en un libro [2] sobre la vida cotidiana de estos años de posteconomía, nuevas tecnologías y crisis perenne. En aquel texto rescataba  una crítica de la película de Haneke que había desarrollado en su columna política el escritor y periodista Gregorio Morán, por entonces en La Vanguardia, antes de que sus editores lo desterraran de sus páginas. No es curioso que lo hiciera Morán ya que también la crítica cinematográfica ha sido desplazada por textos publicitarios y está aislada en medios especializados o cuasi marginales. El hecho de que Morán y no un crítico escribiera en profundidad sobre Amor podría llevar a valorar la idea de que la defensa y el alcance del amor es, hoy por hoy, por qué no, una cuestión política.

En aquel texto sostenía Morán que Amor plantea el hecho de aceptar servir hasta el último momento a la persona que amas, sin la que no te cabe en la cabeza poder vivir sin compartir su música, en el caso de la protagonista del filme, la música de Schubert, pero también se refiería Morán a la música existencial del Otro, esa que necesitamos escuchar para sentirnos habitando un espacio moral. Y esto está claro, además de amor, es política. Preguntaba Morán en su artículo: “¿Qué se hace cuando a la persona que amas la contemplas en su deterioro absoluto y cruzas esa barrera humana, muy humana, de pensar si merece la pena seguir viviendo para sufrir, o dejar de sufrir para seguir viviendo en tu memoria?”. La respuesta, obviamente, también es política. Porque la política es el compromiso con una idea con la cual se organiza el mundo y el amor es el compromiso con el otro con el cual se organiza la vida de ambos. El argumento de Amor es muy simple. Una pareja de ancianos en París. Ella maestra de piano, formadora de grandes talentos; él, jubilado de alguna profesión liberal. Ella sufre un ataque y queda hemipléjica. Aquello que parecía simple se complica y comienza un deterioro irreversible. La mujer le pide al hombre, después de una experiencia traumática en el hospital, que, pase lo que pase, no permita que la vuelvan a llevar a allí. Él cumple la palabra a rajatabla. Asistimos entonces a la expresión alta del amor en la relación de esos dos personajes, mientras el deterioro de ella avanza. Pero como Michael Haneke no plantea una película inocente, sino con una alta carga política, aparece una hija, la única hija del matrimonio. En su primera incursión habla con el padre y le cuenta que su marido va y viene como siempre, se enamora de alguien, se aburre y vuelve. «Con los años me acostumbré», dice. El padre le pregunta: «Le quieres». Silencio. Al fin dice: «Sí, creo que sí». En otro momento, siempre en diálogo con su padre, le confiesa: «Quizás, te moleste que te lo diga pero al entrar, recordé que de pequeña os escuchaba hacer el amor. Me tranquilizaba: sentía que os amabais y que siempre estaríamos juntos». Es la expresión viva de un paraíso perdido: se fabrica el mito con aquello que no se alcanza.

Este personaje, el de la hija, vuelve a tener un momento clave que junto al narrado son el contrapunto de la película, del «amor». Uno es cuando ante su madre, postrada en la cama, inmóvil, ida, improvisa un monólogo en el que explica durante minutos y minutos la manera de hacer más rentable el dinero, explicando las virtudes de la inversión inmobiliaria frente a la bursátil. De repente, la madre, despierta del letargo y la interrumpe balbuceando palabras inconexas: casa, deuda, abuela, dinero, vender. Como el discurso de Benjy, el hermano enajenado de El ruido y la furia de William Faulkner, la anciana irrumpe para dar sentido desde la aparenta ausencia de razón.

Amor, en su día , suscitó tanto fervor como una cierta indiferencia. Esta última actitud es entendible ya que su planteo, en el actual contexto, es visto como un documental acerca de una experiencia vital o bien lejana en el tiempo o bien ajena, de poco interés. Pasa lo mismo si hablamos de la revolución: frente al poder hegemónico y planetario de la posteconomía, resulta naíf. Si la hija de la pareja de ancianos asistiera a la proyección de la película su opinión se sumaría a la de esta franja de espectadores ausentes.

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