miércoles, 14 de marzo de 2018

EL HIERRO, EN CENTRO DEL MUNDO


EL HIERRO, EN CENTRO
 DEL MUNDO
IVÁN MORALES TORRES
ÁNGHEL MORALES GARCÍA

Suelo ser de los que sienten un apego moderado hacia todo, incluso hacia aquello que me alegra y me hace feliz; los objetos inanimados pueden ser en cualquier momento víctimas de la obsolescencia programada, las amistades son cada día más pasajeras y volátiles y la familia, obviando a mis progenitores, cuesta mucho mantenerla unida y estructurada. No es por pesimismo, sino por realidad.
Siempre intento disfrutar del momento siendo consciente de que se puede terminar y en cierta medida lo perecedero se degusta como nada, y para ejemplo la vida misma. Si hay algo por lo que manifiesto incluso menos sentimientos de atracción, dependencia emocional y afecto injustificado es por los lugares. Es ridículo pensar que se puede poseer un sitio, un paisaje, un rayo de sol, unas vistas más allá de un instante, por muchas fotografías y vídeos que se tomen.
Y entonces, un día, me llevaron a El Hierro…
Con cuatro años es imposible recordar nada. De hecho, todos los viajes previos a mis 12 se mezclan con mis sueños, pesadillas y otros recuerdos de la infancia y adolescencia temprana hasta el punto, en ocasiones, de no conseguir ubicarlos en la línea temporal de mi vida y, a veces, no ser capaz de diferenciar bien lo soñado de lo vivido.
Y entonces me llevaron a El Hierro, de nuevo…
No recuerdo bien cuándo exactamente empecé a sentir esto o si fue el fruto de viaje tras viaje y experiencia tras experiencia que mi montaña de desapego se vio erosionada por el encanto, el misterio y la peculiaridad de esta isla. Es imposible frecuentarla y que no remueva sentimientos varios. Y también es complicado ir una vez y no frecuentarla.
Es posible que sea debido a sus misteriosas criaturas, desde su fondo marino cristalino y atrayente, lleno de morenas, carmelitas y medregales, hasta sus aves pintorescas como abubillas, petirrojos y paséridos que revolotean sus cielos en su mayoría despejados, debido a la baja estatura de la isla. Y no nos olvidemos de los famosos lagartos gigantes, los caballitos del diablo y los sarantontones, entre otras muchas especies.
Sin embargo, siendo honestos, no soy un amante del buceo, ni de la ornitología, ni tampoco me he detenido todavía en el Ecomuseo de Guinea, en el Golfo, a admirar los Lagartos. Pero…
Sí que he admirado las sabinas y su capacidad para crecer en los lugares más insospechados, para enfrentarse a los fuertes vientos de la zona, para haber florecido del guano de los cuervos y, pese a todas las adversidades, haber florecido únicas y con belleza peculiar y obnubilante.
Sí que he caminado hasta el Garoé y he dejado que me envolviera su bruma, su halo místico, su fina línea entre la magia y la realidad. El breve camino rodeado de pozos que conduce desde el relativamente reciente Centro de Visitantes hasta la pared de roca que lo circunda está plagado de una historia de traición, tragedia y locura casi palpable.

Sí que he descendido por las serpenteantes y estrechas carreteras del Julán hasta la punta de Orchilla para descubrir que la isla sigue buscando su lugar en el mundo, que de ser el final pasó a ser el principio de un nuevo comienzo siglos atrás, del centro del mapamundi al mundo entero, convirtiéndose en un referente mundial en sostenibilidad, ecologismo y respeto por el planeta.
Sí que he disfrutado de las frías aguas del norte de la isla, desde las del Charco Manso, hasta el Charco azul y he admirado cuantiosas puestas de sol desde Tacorón. He degustado quesadillas de todas las partes de la isla y me he recreado los oídos con conciertos de Bimbache Jazz en Tigaday. He contenido la respiración para ver si algún duende de la buena suerte me la brindaba al pasar por el túnel de Timijiraque y he tratado de buscarle forma  al Roque de Bonanza. Sigo sin ver al león y al oso. He buscado en visitantes de otro planeta la explicación a la Piedra de El Regidor, he admirado las vistas del Mirador de la Peña, impresionado por esos inseparables hermanos que son Los Roques de Salmor,  he visto cómo un curandero le arreglaba el pie a una niña y he deseado poder comprender las pintadas del Julán. He bregado con mi padre en el terrero forestal de la Hoya del Morcillo, he buscado figuras extrañas en la noche, presentes en la niebla de las solitarias carreteras del Mocanal y he visto humear al volcán de la Restinga. He recorrido el camino de la Virgen y la he visitado en su iglesia, aunque hace más de dos décadas que no consigo ver su figura. Me he enriquecido con la sabiduría de los mayores de Guarazoca y he alucinado con su manejo del pito y su agilidad ejecutando el salto del pastor.
Y sobre todo, he aprendido a no apegarme a la gente, a los paisajes o a una isla, sino a un concepto, que el Hierro, su gente y sus paisajes representa a la perfección.

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